16/11/08

De nuevo, esperar


Su rostro era la viva imagen de la paz. A ambos les había costado conciliar el sueño. Pero ella, a pesar de todo, rezumaba paz. Así era ella.

- Debo irme, pero volveré pronto-. Un leve susurro, suficiente para que entreabriera sus ojos y para que éstos se humedecieran.

Ella sabía lo que significaban esas palabras. No era la primera vez que las escuchaba.

Anoche rezó un Padrenuestro, se santiguó y pronunció la dolorosa frase a la que nunca se habituaba a mencionar. "Dios mío, tráemelo de vuelta".

Él sale y cierra la puerta con cuidado, cruza el porche de la casa, no sin antes poner derechas las bicicletas con las que suelen recorrer el campo que se extiende desde la casa hasta el mar, hasta la cala de la isla de la Tortuga, conocida popularmente así por su singular forma que aparenta una tortuga recostada con la cabeza fuera de su caparazón.
Abre la puerta del coche y se pone en marcha, no sin antes dar un último vistazo a la casa. Ella nunca sale a despedirlo, él no quiere que lo haga. No hay que hacerlo más duro. Próximo destino, el mar, más allá del horizonte. Este ritual cada vez le pesa más. Aún es de noche, pero debe estar en puerto antes del amanecer. En el camino, le inundan los recuerdos.

Ayer recorrieron los verdes prados que se alzan y aventuran tan cerca del mar, junto a acantilados de vértigo, donde un gigante con un ápice todavía de alma en sus venas sembró una flor, avergonzado por el paisaje que dejó atrás en su encarnizada lucha contra el mar. Ayer recorrieron una vez más esos campos, rodaron entre las flores. Flores que él no volverá a oler hasta dentro de unos meses. Flores que ella recogerá para recordar ese aroma que tanto añora ya.

En su cartera su foto, en su corazón un hondo pesar, no quiere volver al mar, pero de algo hay que comer, aunque alejado de ella cuesta alimentarse, cuesta respirar.

Ella se levanta, abre la persiana y se asoma por la puerta de entrada a la casa. Él ya no está ahí. Las bicicletas están en su sitio. Ahí se quedarán. Ahora a esperar, sentada en las escaleras, atenta al mar, a que su susurrar le diga si su amor sigue estando bien o, por lo contrario, se encuentra mal. No se fía del mar, es traicionero, pero no le queda más remedio que escuchar y preguntar. Y no le queda más remedio que rezar.

Hoy volverá a rezar. "Dios mío, tráemelo de vuelta".

1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece precioso, si por mi fuera lloraria, es tan duro, pero tan tierno a la vez, con tanto sentimiento.kk